Aguas profundas, posiblemente una de las ciudades más importantes del norte de Faerûn, y quizás, la más influyente de todo el continente. En sus alrededores, y adyacente a las afueras del bosque Arhôndo, se había afincado un pequeño asentamiento humano dedicado al comercio de madera.
La compañía de juglares y trovadores “El Mester de Layne”, se había establecido durante unos días en dicho asentamiento. La compañía, de origen humilde, deambulaba por las aldeas de la región con el fin de ganarse el sustento, ofreciendo un espectáculo de danza, música y actuación. A cambio de dinero o comida, brindaba su espectáculo callejero en las plazas de las villas, y en raras ocasiones era contratada como entretenimiento para fiestas y banquetes de nobles.
Llegó el día de su inauguración. Acaecía el anochecer con su frio velo, envolviendo aquel paraje en un apacible silencio que rondaba impetuoso por todos sus recovecos. En medio del asentamiento, una carpa de color roja y blanca había sido instalada con motivo de la gran función que esa misma noche amenizaría las vidas de los lugareños.
Todo el pueblo había acudido para ver el espectáculo. Estaban emocionados, pues no era muy común ser cuna de tales galas.
Al fondo, en el escenario, se vislumbraba a un joven de mediana estatura y complexión proporcionada. Su tez blanquecina y sus cabellos ondulados de tonalidad castaño claro, eran signos de un encanto indiscutible.
Su expresión facial denotaba nerviosismo, y apenas podía ocultar el temblor de sus manos. El joven, titubeante, emprendió así los versos de su poema….
“Cierto padre repartió,
sus bienes a sus tres hijos.
Guardándose para él
de entre todos, el mejor alijo.
Le reservo -dijo a aquellos-
esta envidiable fortuna,
al que cuya acción más honrosa
completare con premura.
Marchad hoy mismo pues,
con el objeto que os digo.
Más no os atreváis a volver,
sin mi anhelo haber cumplido.
Los tres mozos que partieron,
hallárose cada cual por su lado.
Si bien en el día convenido,
aguardan el momento esperado.
Habló el primero de ellos:”
De repente, un sudor frio recorrió su tez blanca. Las gotas caían raudas por su rostro, el cual por un momento parecía haber sido congelado en el tiempo. Había olvidado el texto que debía recitar.
“Eh…el primero de ellos…” -exhibió dubitativo-
El joven observaba a la multitud. No sabía qué decir. Su mente le había jugado una mala pasada y se había quedado en blanco. Tragó lentamente saliva toda vez que esperaba una reacción de su público.
La muchedumbre, inquieta, comenzó a vapulearle duramente mediante improperios. Algunos de ellos lanzaban al joven las frutas y verduras que ese mismo día habían recolectado, y que probablemente, sería el pago en especie que podían ofrecer a cambio de su actuación.
De pronto, el telón del escenario se agitó de forma repentina, y una figura alta y robusta salió del mismo. El hombre, con un semblante de enfado, agarró al joven por detrás de la camisa y lo empujó fuertemente hacia dentro para sacarlo del escenario. Acto seguido se aclaró la voz y pronunció en voz alta….
“Disculpad vuesas mercedes. Ahora es momento de deleitaros con la música de Ophelia, la arpista.”
El hombre, tras una reverencia, se retiró del escenario y fue en búsqueda del joven, el cual había arruinado la reputación de la compañía de teatro con su pésima actuación.
“¿Qué diantres ha sido eso?” -exclamó al joven- “Ya has colmado mi paciencia. No pienso darte más oportunidades.”
El joven, apesadumbrado, se llevó las manos a la cabeza, y con un hilo de voz quebradizo, respondió:
“Lo siento, Layne. No volverá a pasar. Lo prometo”.
El hombre, al que se refería con el apelativo de Layne, era el líder de la compañía de juglares. De él dependía su futuro en la misma. Si bien, ladeó la cabeza, y evitando en todo momento el contacto con sus ojos, le espetó:
“Nathaniel, recoge tus cosas. Esta noche puedes quedarte, pero mañana no quiero verte por aquí”.
Nathaniel, así se llamaba el joven, se puso de rodillas ante Layne, y con un gesto de imploración le suplicó:
“Por favor. No tengo nada más que esto. No tengo dónde ir. Concédeme una oportunidad más. No volveré a fallarte”
El líder de los juglares, apartó al joven con brusquedad mientras le miraba con cierto desprecio. Continuó su camino sin dedicarle ni un segundo más.
Nathaniel, con las rodillas hincadas aún en el suelo, se inclinó hacia delante apoyando así la cabeza contra el mismo. Entonces, comenzaron a brotarle lágrimas de desesperación.
Unas horas más tarde la función ya había finalizado. Los miembros de la compañía se preguntaban sobre el paradero de Nathaniel, pues había huido de la carpa y no había dejado rastro alguno, al menos, de momento.
En un rincón aislado del asentamiento, lejos de las miradas de juicio de los lugareños, allí se encontraba Nathaniel. Tenía la cabeza apuntando al cielo estrellado y en su mano derecha sostenía una botella de vino barato. Había estado embriagándose durante el espectáculo y no era precisamente la única botella que había descorchado.
Como era de esperar, y después de haberse llenado el estómago de alcohol, la naturaleza hizo acto de presencia. Se encogió sobre sí mismo esperando así aliviar las ganas de miccionar.
“No aguanto más, maldita sea. “ -balbuceó-
Con mucho esfuerzo consiguió incorporarse e inició la marcha buscando un lugar seguro donde evacuar, sin embargo apenas podía mantenerse en pie. No quería que nadie le viese, y menos aún después de la bochornosa actuación. La penumbra cubría prácticamente toda la zona y su estado no ayudaba en absoluto en su menester.
En la lejanía, logró escudriñar una zona abandonada, la cual estaba cubierta de maleza. Se hallaba justo en el lado opuesto a la entrada del asentamiento, lo que, a priori, le resultó bastante apropiado, ya que se encontraría fuera del tránsito humano.
Una vez en su destino, y tras una inverosímil situación en la que intentaba desabrochar el cinturón de sus pantalones de lino, Nathaniel alcanzó su victoria. No obstante, cuando se disponía a asomar su miembro, el terreno cedió, con tal mala fortuna que se había colocado sobre un terraplén. Cayó de bruces contra el suelo y comenzó a rodar incesantemente. El terreno, libre de rocas y árboles, no ofreció obstáculo alguno en su trayecto. La buena noticia es que, al menos, conservaría su rostro incólume.
El cuerpo letárgico de Nathaniel descendía por la pendiente aproximándose cada vez más a la frondosidad del bosque Arhôndo. La superficie terrenal, de forma gradual, comenzaba a aplanarse, hasta que, finalmente, hizo frenarle en seco. Permaneció inconsciente durante unos minutos a causa de la caída, o más bien, de la embriaguez.
De forma súbita abrió los ojos y exhaló, como una queja, en un inaudible lamento dolorido.
Nathaniel, entrecerró los ojos en un intento de enfocar su visión, pues la borrosidad del entorno no le dejaba ver con claridad. Los frotó con las manos, y una vez llegó la nitidez, pudo contemplar cómo una figura de aspecto aterrador permanecía de pie, delante de él, observándole.
Esta figura, con forma de humanoide femenina, podría medir alrededor de unos nueve pies de altura. Su cuerpo estaba compuesto de un material oscuro y sombrío similar al del vidrio. Tenía una mirada penetrante con ojos verdes que brillaban como si estuvieran hechos del mismo fuego. Sus extremidades, sumamente largas y delgadas, terminaban en unas enormes zarpas afiladas, capaces de desmembrar a cualquiera que se interpusiera en su camino. Se trababa, pues, de una archifata.
Sin embargo, esta no era de las que podrían protagonizar los cuentos de hadas, sino que parecía más bien salida de una historia para no dormir.
Nathaniel, sin haberlo deseado, se encontraba en las profundidades del bosque Arhôndo, y para más burla, en el espesor de la noche.
El joven, con el corazón en un puño, trató de ponerse de pie rápidamente. No obstante sus esfuerzos fueron en balde, pues al no llevar cinturón los pantalones se le escurrieron, tropezando una vez más hasta caer al suelo, desnudo.
Repentinamente ocurrió lo impensado; del terreno comenzaron a brotar hiedras que se arrastraban de forma serpentina y se aproximaban poco a poco a los pies de Nathaniel. Este, paralizado por el miedo que sintió en aquel instante, no ofreció resistencia alguna. Las hiedras se entrelazaron alrededor de las piernas del joven y tiraron fuertemente de él colocándolo boca abajo a la altura de la cabeza de la archifata. La situación era incomoda a más no poder, pues se encontraba suspendido en el aire y en cueros.
Nathaniel, quien no tuvo oportunidad antes, ya no pudo contenerse más y se orinó encima. Las gotas de orín le recorrieron todo el cuerpo hasta acabar deslizando por su rostro.
La figura aterradora soltó una carcajada que resonó por todos los rincones del bosque.
“Eres un ser ridículo e insignificante, pero divertido.” –habló con una voz aguda y melodiosa-
La archifata se acercó y colocó uno de sus afilados dedos en la mejilla del joven, punzándola levemente.
“¿Acaso perteneces al asentamiento humano que se encuentra a las afueras de este bosque? ¿Has venido a talar árboles a la luz de la luna? ¿O quizás a cazar unos cuantos ciervos para dar un festín en honor a Waukin? ” -dijo la archifata con tono intimidante-
El joven intentó articular una contestación que fuera lo suficientemente convincente, dado que su vida estaba en juego. Sin embargo, tan sólo pudo balbucear unos sonidos ininteligibles.
“Esta arboleda está bajo mi protección. Qué lástima. Ahora tendré que matarte.” -el semblante de la archifata se tornó más severo-
Nathaniel cerró los ojos intensamente pues ya se temía lo peor. La espera se le hizo eterna. Lo único que deseaba en aquel instante era que la criatura le diera una muerte piadosa.
“No obstante, tengo otros planes para ti” -manifestó el horrible ser-
El joven, perplejo, abrió los ojos velozmente y murmuró con voz tartajosa:
“¿Qu-qu-qué?”
“Te ofrezco un pacto. Podrás salir vivo y coleando de este bosque a cambio de dejarme ver el exterior a través de tus ojos. Recházalo y morirás aquí y ahora.” -planteó la criatura con una sonrisa malévola-
“Asimismo, te concederé una pequeña parte de mis poderes. No quiero que mi rata de laboratorio perezca tan pronto.” -pronunció con cierto desdén-
La criatura, quien en su día fuera una miembro destacable de la Corte Crepuscular, había sido relegada de su posición en la misma, permaneciendo, hasta la fecha, exiliada de las tierras salvajes de las hadas. Su sed de poder y su falta de noble cortesía para con la Reina del Aire y de la Oscuridad, la que por aquel entonces regentaba la Corte, le había costado su enemistad, y por ende, como castigo, fue confinada en las profundidades del bosque Arhôndo, debiendo protegerlo eternamente.
La llegada de Nathaniel supuso el escenario idóneo para poder escabullirse de su prisión y así deshacerse de ese sentimiento de hastío que le afligía una y otra vez. Si bien, no sería de manera física, pues aún se encontraba bajo los efectos del hechizo de reclusión.
“¿Y bien?” -preguntó impaciente-
“¡S-s-sí!, -el mortal accedió apresuradamente-
La archifata esbozó una sonrisa y acto seguido recorrió su bífida lengua por la cara de Nathaniel. El tacto áspero de su lengua podría estremecer hasta al mismísimo Elminster.
“¿M-m-me va a d-d-doler?” –dijo el joven, el cual se encontraba al borde del colapso-
“Por supuesto” -aseveró la criatura-
Sin más rodeos, introdujo su lengua infecta por la boca de Nathaniel. La garganta del joven comenzó a ensancharse del mismo modo que una serpiente que devora lentamente a su presa. Además de inyectarle su pútrida lengua, algo más grande, del tamaño de un puño, se estaba deslizando por su gaznate.
Una espesa bruma de color negruzco comenzó a desprenderse del cuerpo de la criatura, enfundándolos en un manto esférico. Dentro, sólo se escuchaban los gemidos ahogados de Nathaniel. Su rostro, desencajado por el dolor, estaba impregnado en un mar de lágrimas. En ese momento deseó haber escogido la opción de morir.
El joven agitó su cuerpo en un burdo intento de zafarse de las ataduras que pesaban sobre sus piernas. Pese a todo ello, cuanto mayor era su esfuerzo por liberarse, más sentía la opresión en sus extremidades.
De pronto, los ojos se le quedaron en blanco y su cuerpo empezó a convulsionar en un estado similar al de un trance. Esa “cosa” que había emergido de la boca de la archifata ahora se encontraba dentro de Nathaniel, formando parte de su ser. El pacto ya se había completado.
Las hiedras que sostenían al joven Nathaniel en el aire desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, cayendo este abruptamente contra el suelo. Su cuerpo, inerte, permanecía tendido sobre la mullida tierra de aquel entorno boscoso.
Tras ello, resurgió el silencio, haciéndose eco de los latidos del bosque. Ya no quedaba rastro alguno de la presencia de la archifata. En su lugar, una espesa cortina de niebla se había levantado sobre la zona, dificultando aún más si cabe cualquier esperanza de retorno.
El tiempo transcurrió ajeno a todo acontecimiento. El amanecer despertó radiante esa mañana, colmando cada rincón del asentamiento con su refulgente luz.
Un rayo de sol se posó sobre el rostro de Nathaniel provocando en este su regreso a la consciencia. Aún somnoliento, decidió quedarse un rato más acostado sobre el herbazal pues padecía de un insoportable dolor de cabeza a causa de la resaca. Inmediatamente, los recuerdos de aquella noche espeluznante invadieron su mente. En un acto reflejo, se llevó las manos a la boca tratando de extraer lo que creía estar en su interior, ocasionándole una terrible arcada que a punto estuvo de impregnarle de vómito.
Una vez incorporado se percató de que se encontraba posado sobre el mismo terraplén por el que recién se había despeñado. Sin embargo, el terreno permanecía intacto. No había indicios de haberse producido un desprendimiento.
Conforme iba evocando los sucesos de aquella fatídica noche, más los percibía como reales.
“¿Fue un.. sueño?” -se preguntó a sí mismo-
“Necesito dormir..” -masculló con la boca pastosa-
La compañía juglares y trovadores aún continuaba instalada en el emplazamiento por lo que Nathaniel pensó en echar la última cabezada antes de retirarse. De camino al catre, el joven tuvo la desgracia de toparse con el jefe de aquella…
“¿Todavía estás aquí? ¡¿Qué te dije ayer?! -vociferó Layne visiblemente molesto-
“No me grites, me duele la cabeza” –musitó con los hombros encogidos- “Mañana me iré sin falta, pero déjame dormir una noche más, te lo suplico” -rogó el joven-
“Si mañana no te vas por tu cuenta te echaré yo mismo a patadas, ¡¿me has oído?!” -exclamó mientras le apuntaba con el dedo, amenazante-
Nathaniel suspiró resignado y seguidamente asintió cabizbajo, reanudando sus pasos tan pronto como Layne se dio la vuelta.
Durante su trayecto, los aldeanos presenciaban con aversión al joven, que caminaba arrastrando los pies cual alma en pena. Y a pesar de todas las dificultades que tuvo para mantenerse erguido, al fin logró llegar a buen puerto.
Inhóspito era el calificativo adecuado para describir aquel espacio donde pretendía reposar. La tienda, que había sido colocada de manera un tanto tosca, se asemejaba a una madriguera de roedores. Si bien la suciedad y el desorden no preocupaban en exceso a Nathaniel.
Sin ánimo de retrasar lo inevitable, se desplomó sobre el saco de dormir y cerró los ojos aliviado, dejándose llevar sin reparo alguno por sus ansias de descanso.
Al caer la noche, algo inesperado perturbó el sueño placentero de Nathaniel. El joven despertó sobresaltado con una sensación extraña de asfixia. Una densa humareda se había propagado por el interior de la tienda, impidiéndole respirar con normalidad.
Sentía, además, una desagradable humedad en sus ropajes. Ojeó de soslayo su atuendo para comprobar por sí mismo de que no se trataba de sudor, sino de sangre. Angustiado, palpó cada perímetro de su cuerpo en búsqueda de alguna herida abierta, pero no la encontró. La sangre no procedía de él.
Unos gritos desgarradores surgían del exterior. Dirigió su mirada hacia la salida, y en cuanto se apoyó sobre la superficie para impulsarse, notó una leve punción en su mano derecha que le hizo perder el equilibrio por completo.
“Arggg..” -gimoteó a la vez que sacudía la mano- “¿Qué demonios?” -maldijo en voz alta-
Rápidamente echó un vistazo a la escena del crimen. Había unas cuantas alhajas esparcidas alrededor de la estancia, aunque no fue eso lo que más le inquietó.
Durante unos seguros, observó, absorto, el filo de un cuchillo ensangrentado. Intentaba, sin éxito, hacer memoria de lo que podría haber ocurrido. No obstante, la falta de oxígeno en el ambiente lo sacó de su ensimismamiento.
Sin pensarlo dos veces, agarró el cuchillo con firmeza y escapó presurosamente de aquel lugar.
Fuera, unas llamas vivaces de color rojo intenso se propagaban en hermosos patrones fractales. Las chozas ardían sin cesar y los lugareños corrían en un sinsentido llevados por el pánico. Algunos de ellos yacían muertos sobre el terreno, calcinados, otros, en cambio, sobre un charco de sangre.
En medio de toda esa vorágine permanecía Nathaniel, de pie, boquiabierto. No podía creer lo que sus ojos estaban presenciando.
Una mujer que huía con su bebé en brazos se cruzó en su mirada. Horrorizada, apuntó al muchacho con el dedo tembloroso, emitiendo, tras ello, un tremendo alarido en señal de alarma. El joven, que aún sostenía el cuchillo con su mano derecha…
“No... yo no...” -expresó con voz entrecortada-
Nathaniel, abrió la palma de su mano y dejó caer el cuchillo. Después, alzó la vista para cerciorarse de que nadie más le había visto, y aprovechando el caos a su favor, desapareció en el bullicio.
A hurtadillas, divisaba las proximidades en busca de respuestas. Necesitaba escuchar cualquier atisbo de esperanza que justificara su inocencia.
Avistó, desde su escondrijo, una figura idéntica a la de Layne adentrándose de manera sospechosa en el interior de la carpa.
Sorprendentemente las llamas no habían consumido sus telares coloridos, encontrándose intacta como el primer día.
Para entonces un cúmulo de dudas inundó los pensamientos del joven; ¿Fue Layne el verdadero responsable de esa feroz carnicería? ¿Con qué fin? ¿Por qué quería inculparlo?... no dejaba de darle vueltas a las mismas preguntas.
Respiró profundamente con la intención de calmar sus nervios. Tenía que poner fin a esa incertidumbre.
Al cabo de unos minutos recobró la compostura. Así pues, con la cabeza fría, el joven pudo abordar con mayor claridad sus circunstancias. Finalmente, se armó de valor y decidió ir tras los pasos de Layne.
Como una sombra de lo que antaño fue, la carpa se había convertido en la viva estampa de una imagen grotesca. Dentro de ella, el joven contemplaba atónito el tumulto de cuerpos sin vida que había sido colocado sobre los asientos intencionadamente. Parecían estar esperando el comienzo de la obra.
Arriba en el escenario, sentado en una silla, se distinguía la silueta de un hombre corpulento. Su posición, de cara a la audiencia, simulaba la representación de alguna escena macabra. Los rasgos faciales de aquel hombre, ahora desfigurados, guardaban cierta similitud con los de alguien allegado. Podía intuirse, por tanto, que se trataba del cadáver de Layne.
Nathaniel parpadeó incrédulo, temiendo haber sido víctima de una alucinación visual. Luego sacudió su cabeza sin dar crédito a lo que estaba viendo.
“No puede ser. ¿Sigo durmiendo? ¿Es esto una pesadilla?” -habló para sí-
“NO” -una voz conocida retumbó en su mente-
Poco le faltó para desmayarse de la impresión. Giró su cabeza de un lado para otro tanteando cada recodo del lugar.
Un espejo rectangular envestido en un marco de madera de ébano reposaba de pie, al fondo, en una esquina. Centró su mirada en aquella dirección y un destello fugaz encandiló sus ojos.
Nathaniel, ante una posible amenaza, reaccionó avizor aguardando la llegada de su adversario.
“Sólo es un espejo” -verbalizó con respiración agitada-
El aura siniestra que emanaba de aquel causó en el joven un sentimiento de curiosidad. De alguna manera podía percibir su llamada constante.
Nathaniel se acercó cautelosamente hasta verse así reflejado en el mismo. Estupefacto, se quedó contemplando aquellos ojos imbuidos en llamas de color esmeralda. Los recordaba como si hubieran sido grabados en su retina.
“Has sido tú…” -reveló compungido-
El joven se dejó caer de rodillas con las manos apoyadas en el suelo, en un gesto de rendición.
“¿Qué quieres de mí? ¡HAZLO YA!” -estalló en una ira devastadora-
En respuesta, una risa inconfundible resonó por todo su interior. La crudeza de la misma resultó ser un jarro de agua fría para su ingenuidad.
“¡SAL DE MI CABEZA!” -exigió con determinación-
“¿Ya te has arrepentido, mortal? -expresó con sorna, la archifata-
De pronto, se escuchó el potente sonido de una corneta alzándose en señal de llegada. El galopar de los caballos aproximándose suscitó en Nathaniel un sentimiento amargo de culpabilidad. ¿Debería arrepentirse de un acto involuntario o producido de forma inconsciente? Reflexionó el joven.
Quedarse supondría su muerte instantánea, y aunque no estaba orgulloso de su razonamiento, sus ansias de vivir prevalecían sobre cualquier pesar. De ahí que, decidido, pusiera pies en polvorosa.
Un pequeño destacamento de caballeros se había personado en el enclave humano, alertados quizá, por los restos de humo y hollín. Portaban en sus escudos el emblema característico de la ciudad de Aguas Profundas: La luna menguante que se refleja en el paisaje de un lago.
Los caballeros se disponían a auxiliar a los sobrevivientes de la masacre cuando vieron salir al joven airoso de la carpa en pleno acto de fuga. Uno de los jinetes lucía armadura con galones como un elemento distintivo del resto del escuadrón. El oficial al mando dio un paso al frente y con una imponente voz se dirigió al prófugo:
“ALTO” -ordenó aquel-
Nathaniel hizo caso omiso de las advertencias y aceleró la marcha en cuanto escuchó el mandato.
El oficial elevó su mano derecha extendiendo los dedos desde el pulgar al meñique, en un gesto de aviso a sus subordinados.
Uno de los caballeros sacó velozmente una flecha del carcaj que colgaba en su espalda. Agarró el arco con su mano izquierda y lo inclinó hacia el suelo apoyando el astil de la flecha sobre su dedo índice. A continuación, levantó el arco y alineó el cuerpo perpendicularmente a su objetivo.
Por unos instantes el joven volteó la cabeza para cotejar la distancia que le separaba de sus persecutores. Acto seguido frenó en seco, al verse superado por la situación. Comprendió entonces que su fin había llegado.
“A sus órdenes, mi oficial” –dijo el arquero a la par que tensó la cuerda-
Nathaniel cerró los ojos con suavidad, esperando, con apatía, el reconfortante abrazo de Kelemvor.
El oficial cerró su puño y una flecha salió disparada a gran velocidad en dirección al blanco. En ese momento unas energías caóticas manaron del interior del joven, confluyendo entre sí a su alrededor en forma de custodio y desviando el ataque a distancia.
Nathaniel observaba con asombro cómo la energía brotaba de las palmas de sus manos.
“¡Es un brujo!” -afirmó el caballero con rotundidad-
Como si de un camaleón se tratase, la piel del joven se volvió paulatinamente traslúcida hasta el punto de desaparecer por completo de la vista de los caballeros. Nathaniel sacó provecho de esa coyuntura favorable y huyó sin reparo alguno. Lejos de cuestionar sus nuevos poderes, los aceptó de buen grado convirtiéndose así en un fugitivo.
“Seguid el rastro de sus huellas… ¡Lo quiero VIVO!” -El oficial enfatizó en esa última palabra-
El joven corrió sin descanso durante horas y no dio tregua hasta perder la pista de sus captores. Exhausto, se inclinó sobre sus rodillas y trató de relajar su ritmo cardiaco mediante la respiración profunda.
“¿Qué hago ahora?” -pensó Nathaniel-
El hambre y la sed comenzaban a hacer mella en su cuerpo. Necesitaba un lugar seguro en el que descansar y algo que llevarse a la boca.
Sin rumbo fijo vagó por las inmediaciones del Valle Delimbiyr hasta que, de forma fortuita, logró dar con el rio del que tomaba su nombre. El sonido del agua que discurría por sus cauces atrajo la atención del joven, el cual, con avidez, sumergía su cabeza con el fin saciar sus deseos más primitivos.
Nathaniel reposó en las orillas del riachuelo durante unos minutos, e incluso, aprovechó la ocasión para disimular las marcas de sangre de su camisa, a fin de no levantar sospechas innecesarias. Al poco tiempo, el rugir de tripas despertó en el joven una imperiosa necesidad de reemprender sus pasos, lo que le llevó a aventurarse por el sendero que delimitaba el rio Delimbiyr, pensando en que tarde o temprano se cruzaría en el camino de algún peregrino dispuesto a tenderle la mano.
Y así fue. En la distancia oteó un carromato tirado por caballos que transportaba vino en barriles de madera. Este era conducido por un hombre de oronda figura y aspecto lustroso. El joven aceleró sus pasos hasta alcanzarle y a continuación se dirigió al mercader con timidez:
“¿Hacia dónde os dirigís, mi señor?” -preguntó Nathaniel-
“A Nevesmortas” -contestó el hombre, tajante- “¿Qué hacéis solo por estos lares? ¿Os escondéis de algo o de alguien?” -dijo con desconfianza-
“No….” -fingió aflicción en su rostro- “El gremio de vendedores ambulantes con el que viajaba decidió prescindir de mi buen hacer dejándome abandonado a mi suerte.” “¿Podría acompañaros en su viaje, sir?” –Rogó al mercader-
“No se…” -contestó aquel, mientras acariciaba su mentón- “¿Qué podéis ofrecerme a cambio?” -esbozó una sonrisa interesada-
“No tengo nada que ofreceros, lo lamen…” -enmudeció repentinamente-
Al sacar sus bolsillos, un anillo de oro con una amatista engarzada cayó sobre el empedrado. La archifata lo tomó “prestado” en la noche que poseyó el cuerpo de Nathaniel, y este no se había percatado de su existencia.
El vendedor examinó el anillo procurando disfrazar la codicia en sus ojos, y con gesto contenido, manifestó:
“Eso será suficiente. Sube”
Se aferró a los varales del carro y con un pie en el estribo se impulsó con ahínco hasta caer dentro del mismo.
Nathaniel reprimió entonces su gozo pues la idea de sentirse afortunado implicaría de alguna manera el mostrar gratitud a la criatura por sus infames actos.
“Nevesmortas… allá voy”