Seda
Publicado: Lun Jul 06, 2020 6:58 pm
Nevesmortas, una noche bastante tiempo atrás...
Era de noche en Nevesmortas y tras el mostrador de La Rosa y el Martillo la posadera sonreía, amable y familiar como siempre, a la joven que regresaba un poco achispada de la celebración con sus amigos.
—Querida, te guardo algo. Hoy te han dejado un paquete.
Con una ceja levantada y agradeciéndoselo a la anciana, la joven cogió alegremente una caja, haciendo equilibrio con una botella de negro amargo, y al llegar a su desordenado dormitorio la abrió descuidadamente.
Una mano amputada cayó de la caja al suelo. Una que conocía muy bien.
“Sabemos dónde estás”, era el mensaje de aquella mano.
Un escalofrío recorrió su espalda. Basilisco la había jodido pero bien con aquella encerrona.
Pocas semanas después, una figura corría de noche entre los callejones de Villanieve y había dejado ya detrás un par de cadáveres con la garganta cortada. Pensaba a toda velocidad para salvar su cuello. La gente con la que podía contar no podía ayudarla, sólo quedarían expuestos al peligro de nuevo, como había sucedido siempre. Tenía que salir de Nevesmortas. Cuanto antes. Sola de nuevo.
Robó un caballo a Gaffer de madrugada y salió a pleno galope corriendo hacia Cumbre, el único sitio donde podía esperar asilo, o al menos no un asalto directo. Pero le pisaban los talones. Nunca habían estado tan cerca.
Cabalgó sin apenas dejar reposar al pobre animal, y ese ritmo no dejaba eliminar las huellas. La cercaron en las montañas del Rauvin, en mitad de una tormenta de nieve, porque se equivocó de camino en un cruce.
“Mierda, sabía que algún día me iba a pasar esto”, se golpeó con la mano en la frente.
Tenía un pésimo presentimiento. Uno funesto. Unos ojos de serpiente en los dados.
La capa negra ondeaba en la tormenta y la capucha había caído hacia atrás. Entre la nieve blanca, había manchas rojas y cuerpos de tres o cuatro agentes de La Cofradía. Dos puñales goteaban sangre y humeaban, pero quedaban vivos bastantes más que se aproximaban con cautela.
—¡No os acerquéis más si no queréis uniros a ellos!
Dio un paso hacia atrás y sintió una piedra en su espalda desprendiéndose, golpeando y rebotando antes de caer a las corrientes del Rauvin.
—¡Estás acorralada! ¡Danos el anillo! —le gritaron entre la tormenta—. ¡Nos ahorraremos tiempo ambos y tu muerte será rápida e indolora!
Ella miró cómo la rodeaban, después al abismo a su espalda. Y apretó la mandíbula, siempre testaruda.
“Y una mierda. No lo tendréis nunca”, masculló entre dientes.
Y saltó a su muerte.
Esa misma noche, en algún lugar…
—¿Dónde están los pergaminos, Seda? ¿Dónde están los pergaminos? —preguntó el hombre con voz sibilina.
La joven se tambaleaba por la habitación. Su estado era demacrado, febril.
El hombre la observó negando y mascullando.
—Si te vas a morir al menos haz algo útil, Seda. Una débil como tú… ¡Ve a por ellos!
Llovía en Eterlund y el agua hacía temblar la antorcha que llevaba el grupo en un callejón mugriento de la ciudad. Dos hombres sujetaban por los brazos a una mujer con la cabeza caída sobre el pecho, cuya sangre se mezclaba con el agua. Un tercero le levantó la cabeza por el pelo, mientras un cuarto contemplaba dirigiendo la operación.
Ante las preguntas, la mujer murmuró algo en voz muy baja, musitando.
—¿Qué has dicho? ¿Por fin te decides a hablar? —preguntó el otro.
Murmuró un poco más haciendo que el hombre acercara la cara a sus labios.
—¿Por fin nos lo vas a decir?
—Mi patrón devorará vuestras entrañas por esto —les escupió.
Un nuevo puñetazo, sangre salpicando desde el labio partido.
—Repito, o empezaré a cortar esa lengua larga. ¿Dónde están los pergaminos? —un cuchillo brilló a la luz de la antorcha.
El encapuchado negó con la cabeza, dando una orden, hastiado. Llevaban demasiado tiempo con ello, sin resultado. El interrogador cruzó miradas con el otro, sin palabras. Y con un movimiento brusco y un suspiro de cansancio, golpeó el estómago de la chica. El aire saló y parecía negarse a entrar.
Sin embargo, tras el puñetazo…
—Buscaremos por otra vía.
Ya no la sujetaban, cayó hacia atrás sintiéndolo todo en cámara lenta y se golpeó la cabeza con un bordillo.
Llegó la oscuridad.
Despertó a oscuras, con un fuerte dolor en el antebrazo. Abrió los ojos sin poder contener un grito y contempló a un gorrino mordiéndole y desgarrando carne.
Los gritos alertaron a los dueños de la pocilga, que aparecieron en ropa de cama en mitad de la noche y sacaron del estiércol un cuerpo dentro de un círculo de cerdos que iban a darse un festín. Se desvaneció.
Ellas sintieron frío, un relámpago de calor y algo caliente bullendo bajo su piel…
Era una aventurera, empapada, malherida y que parecía haber buscado refugio en su granja.
—¡Maila! Rápido. Esto es un regalo.
Marido y mujer se afanaron en apartar a los cerdos. Le quitaron las armas, las joyas, rebuscaron en las mochilas y sacos de la aventurera. Minutos después la arrastraban de nuevo a las aguas del Rauvin y la lanzaron.
El golpe contra el frío agua del río fue duro, el cadáver fue abrazado por ellas y arrastrado por la corriente.
Abrió los ojos mirando el techo de madera de una habitación desconocida iluminada por la luna, y apenas agitó las pestañas una voz grave comenzó a hablar en tono divertido y altisonante desde un rincón oscuro.
—Siempre igual, maldita inútil. Te mando a un recado y tengo que salvarte el pellejo encontrándote medio muerta.
Ella se sentó en la cama e ignoró la voz en la oscuridad. A estas alturas ya estaba muy harta de discursos grandilocuentes y tenía un problema mayor. Se sentía extraña, torpe, aturdida… Aquellas no eran sus manos, el pelo era demasiado largo y… ¿le habían crecido las tetas? ¿En serio? ¿Y cómo había llegado allí?
Recordaba la escapada, la caída infinita, el arrastrarse con todas sus fuerzas por la orilla, desmayarse al encontrar refugio en una granja… pero una oscuridad mayor que la del Plano de las Sombras, profunda y asfixiante, tirando de ella… la reclamaba.
Apretó sus sienes con las manos, se levantó rápidamente de la cama hacia un espejo de la habitación y casi vuelve a caer al suelo tropezando con unas piernas que no eran del tamaño habitual. Trastabillando, apoyada en la mesilla de noche, vio con la boca abierta un rostro y un cuerpo que no era el suyo.
Una tos irritada llamó su atención.
—¿Y los pergaminos, Seda? ¿Lograste que te los dies…? —la voz se cortó de improviso—. Tú… tú no eres Seda.
Se giró y miró fijamente a la oscuridad, irritada.
—No, no lo soy. Y tú no eres Jarol, así que cierra la boca y deja de interrumpir.
Apenas terminó de hablar, la chica se dio cuenta de que acababa de meter de nuevo la pata hasta el fondo, traicionada por su bocaza. Se hizo un silencio incómodo para ella. La negrura era profunda en ese rincón, pero casi pudo sentir la amplia sonrisa de la criatura extendiéndose con satisfacción.
—Jamás hubiera imaginado encontrarme con esta extraña casualidad en todos mis milenios de vida.
“Daan, ¿por qué siempre lo jodes todo igual?” se recriminó. Algo le decía que acababa de meterse aún en más problemas.
Era de noche en Nevesmortas y tras el mostrador de La Rosa y el Martillo la posadera sonreía, amable y familiar como siempre, a la joven que regresaba un poco achispada de la celebración con sus amigos.
—Querida, te guardo algo. Hoy te han dejado un paquete.
Con una ceja levantada y agradeciéndoselo a la anciana, la joven cogió alegremente una caja, haciendo equilibrio con una botella de negro amargo, y al llegar a su desordenado dormitorio la abrió descuidadamente.
Una mano amputada cayó de la caja al suelo. Una que conocía muy bien.
“Sabemos dónde estás”, era el mensaje de aquella mano.
Un escalofrío recorrió su espalda. Basilisco la había jodido pero bien con aquella encerrona.
Pocas semanas después, una figura corría de noche entre los callejones de Villanieve y había dejado ya detrás un par de cadáveres con la garganta cortada. Pensaba a toda velocidad para salvar su cuello. La gente con la que podía contar no podía ayudarla, sólo quedarían expuestos al peligro de nuevo, como había sucedido siempre. Tenía que salir de Nevesmortas. Cuanto antes. Sola de nuevo.
Robó un caballo a Gaffer de madrugada y salió a pleno galope corriendo hacia Cumbre, el único sitio donde podía esperar asilo, o al menos no un asalto directo. Pero le pisaban los talones. Nunca habían estado tan cerca.
Cabalgó sin apenas dejar reposar al pobre animal, y ese ritmo no dejaba eliminar las huellas. La cercaron en las montañas del Rauvin, en mitad de una tormenta de nieve, porque se equivocó de camino en un cruce.
“Mierda, sabía que algún día me iba a pasar esto”, se golpeó con la mano en la frente.
Tenía un pésimo presentimiento. Uno funesto. Unos ojos de serpiente en los dados.
La capa negra ondeaba en la tormenta y la capucha había caído hacia atrás. Entre la nieve blanca, había manchas rojas y cuerpos de tres o cuatro agentes de La Cofradía. Dos puñales goteaban sangre y humeaban, pero quedaban vivos bastantes más que se aproximaban con cautela.
—¡No os acerquéis más si no queréis uniros a ellos!
Dio un paso hacia atrás y sintió una piedra en su espalda desprendiéndose, golpeando y rebotando antes de caer a las corrientes del Rauvin.
—¡Estás acorralada! ¡Danos el anillo! —le gritaron entre la tormenta—. ¡Nos ahorraremos tiempo ambos y tu muerte será rápida e indolora!
Ella miró cómo la rodeaban, después al abismo a su espalda. Y apretó la mandíbula, siempre testaruda.
“Y una mierda. No lo tendréis nunca”, masculló entre dientes.
Y saltó a su muerte.
Esa misma noche, en algún lugar…
—¿Dónde están los pergaminos, Seda? ¿Dónde están los pergaminos? —preguntó el hombre con voz sibilina.
La joven se tambaleaba por la habitación. Su estado era demacrado, febril.
El hombre la observó negando y mascullando.
—Si te vas a morir al menos haz algo útil, Seda. Una débil como tú… ¡Ve a por ellos!
Llovía en Eterlund y el agua hacía temblar la antorcha que llevaba el grupo en un callejón mugriento de la ciudad. Dos hombres sujetaban por los brazos a una mujer con la cabeza caída sobre el pecho, cuya sangre se mezclaba con el agua. Un tercero le levantó la cabeza por el pelo, mientras un cuarto contemplaba dirigiendo la operación.
Ante las preguntas, la mujer murmuró algo en voz muy baja, musitando.
—¿Qué has dicho? ¿Por fin te decides a hablar? —preguntó el otro.
Murmuró un poco más haciendo que el hombre acercara la cara a sus labios.
—¿Por fin nos lo vas a decir?
—Mi patrón devorará vuestras entrañas por esto —les escupió.
Un nuevo puñetazo, sangre salpicando desde el labio partido.
—Repito, o empezaré a cortar esa lengua larga. ¿Dónde están los pergaminos? —un cuchillo brilló a la luz de la antorcha.
El encapuchado negó con la cabeza, dando una orden, hastiado. Llevaban demasiado tiempo con ello, sin resultado. El interrogador cruzó miradas con el otro, sin palabras. Y con un movimiento brusco y un suspiro de cansancio, golpeó el estómago de la chica. El aire saló y parecía negarse a entrar.
Sin embargo, tras el puñetazo…
—Buscaremos por otra vía.
Ya no la sujetaban, cayó hacia atrás sintiéndolo todo en cámara lenta y se golpeó la cabeza con un bordillo.
Llegó la oscuridad.
Despertó a oscuras, con un fuerte dolor en el antebrazo. Abrió los ojos sin poder contener un grito y contempló a un gorrino mordiéndole y desgarrando carne.
Los gritos alertaron a los dueños de la pocilga, que aparecieron en ropa de cama en mitad de la noche y sacaron del estiércol un cuerpo dentro de un círculo de cerdos que iban a darse un festín. Se desvaneció.
Ellas sintieron frío, un relámpago de calor y algo caliente bullendo bajo su piel…
Era una aventurera, empapada, malherida y que parecía haber buscado refugio en su granja.
—¡Maila! Rápido. Esto es un regalo.
Marido y mujer se afanaron en apartar a los cerdos. Le quitaron las armas, las joyas, rebuscaron en las mochilas y sacos de la aventurera. Minutos después la arrastraban de nuevo a las aguas del Rauvin y la lanzaron.
El golpe contra el frío agua del río fue duro, el cadáver fue abrazado por ellas y arrastrado por la corriente.
Abrió los ojos mirando el techo de madera de una habitación desconocida iluminada por la luna, y apenas agitó las pestañas una voz grave comenzó a hablar en tono divertido y altisonante desde un rincón oscuro.
—Siempre igual, maldita inútil. Te mando a un recado y tengo que salvarte el pellejo encontrándote medio muerta.
Ella se sentó en la cama e ignoró la voz en la oscuridad. A estas alturas ya estaba muy harta de discursos grandilocuentes y tenía un problema mayor. Se sentía extraña, torpe, aturdida… Aquellas no eran sus manos, el pelo era demasiado largo y… ¿le habían crecido las tetas? ¿En serio? ¿Y cómo había llegado allí?
Recordaba la escapada, la caída infinita, el arrastrarse con todas sus fuerzas por la orilla, desmayarse al encontrar refugio en una granja… pero una oscuridad mayor que la del Plano de las Sombras, profunda y asfixiante, tirando de ella… la reclamaba.
Apretó sus sienes con las manos, se levantó rápidamente de la cama hacia un espejo de la habitación y casi vuelve a caer al suelo tropezando con unas piernas que no eran del tamaño habitual. Trastabillando, apoyada en la mesilla de noche, vio con la boca abierta un rostro y un cuerpo que no era el suyo.
Una tos irritada llamó su atención.
—¿Y los pergaminos, Seda? ¿Lograste que te los dies…? —la voz se cortó de improviso—. Tú… tú no eres Seda.
Se giró y miró fijamente a la oscuridad, irritada.
—No, no lo soy. Y tú no eres Jarol, así que cierra la boca y deja de interrumpir.
Apenas terminó de hablar, la chica se dio cuenta de que acababa de meter de nuevo la pata hasta el fondo, traicionada por su bocaza. Se hizo un silencio incómodo para ella. La negrura era profunda en ese rincón, pero casi pudo sentir la amplia sonrisa de la criatura extendiéndose con satisfacción.
—Jamás hubiera imaginado encontrarme con esta extraña casualidad en todos mis milenios de vida.
“Daan, ¿por qué siempre lo jodes todo igual?” se recriminó. Algo le decía que acababa de meterse aún en más problemas.