La Caída de Vor-Dread
Publicado: Dom Dic 06, 2020 12:23 am
Capítulo I
Heims Vor-Dread arrugó el pergamino que acababa de leer. No esperaba cumplidos por parte de juglares y trobadores, pero al menos confiaba en que las sátiras hacia su persona se hicieran con un mínimo de talento. ¡Llamaban versos a cualquier basura escrita en rima!
Arrojó el papel arrugado a la chimenea y pronto se convirtió en cenizas.
En aquellos tiempos lamentables que corrían, incluso el arte parecía estar degradándose hasta el punto de perder el buen gusto y la decencia.
La literatura había empezado a volverse cada vez más simplona con el fin de atraer la atención de la estúpida plebe, degenerando en chapuzas como aquel ridículo cantar que acababa de arrojar al fuego, pero que en las calles había empezado a gozar de gran popularidad.
Otrora, Heims Vor-Dread, Ilustre Paladín Inquisidor, se habría levantado del sillón y recorrido con zancadas largas y enérgicas los pasillos de su mansión ingeniando decretos y normas con el fin de revertir la imparable decadencia de la sociedad. Docenas de criados se habrían apartado a su paso mientras un secretario intentaría seguirle el ritmo anotando todo cuanto era dictado por el Barón.
Pero ahora estaba viejo y cansado. Había sido expulsado de la orden y perdido todos los favores divinos y terrenales. Las amplias estancias de la mansión Vor-Dread yacían oscuras y silenciosas como un cementerio. Sólo había luz en torno al hogar del gran salón.
Pero aquel lamentable cantar que había arrojado al fuego, había avivado algo más que las llamas de la lumbre y un recuerdo adormilado empezó a desperezarse en su cabeza.
Pensamientos tan sólidos y contundentes como un ariete asaltaron la maltrecha fortaleza de su mente para atormentarle como otras tantas veces.
Se levantó del sillón y caminó por los lúgubres pasillos con paso lento y vacilante. Bajó por una estrecha escalera de caracol hasta las mazmorras. Antaño aquel lugar siempre estaba animado por braseros encendidos y los gritos de todos aquellos sospechosos que eran reacios a confesar por las buenas. Cruzó la polvorienta y apagada estancia valiéndose únicamente de una vela. Le sobraba luz., pues conocía de sobra el camino. Bajó por un corredor de piedra tan agreste y desgastado que costaba distinguir si había sido construido con piedra u horadado en la roca viva.
Finalmente llegó a las catacumbas. Cruzó un largo y polvoriento pasillo flanqueado por los nichos en los que descansaban muchos de sus antepasados, hasta pararse delante de un elaborado umbral fabricado en plomo, cristal y adamantita. La magnífica puerta se abrió automáticamente a su llegada dejando paso al laboratorio.
En épocas mejores, le bastaba con observar aquella estancia para sentirse henchido de orgullo. Repasar con la mirada todas las probetas, papiros, grabados, ingredientes, artilugios y cuerpos desmembrados, le hacía consciente de todos los logros que había obtenido.
Él era un genio. Un visionario.
No necesitaba el reconocimiento de nadie más que de él mismo para saberse un científico y un conjurador de élite, pues le bastaba con contrastar los resultados de su propia cosecha con otros obtenidos por grandes mentes como Otiluke o Bigbi.
Sin embargo... de todos los cálculos, de todas las recetas, de todos los datos apuntados y contrastados, de todas las conjuraciones practicadas, de todas las plegarias elevadas y en definitiva, de cuantas diligencias llevó a cabo en todos sus ambiciosos proyectos, sólo se había equivocado en una cosa: El precio a pagar.
Ahora ya nada de aquello importaba. Todo estaba inerte y cubierto de polvo. Parecía el sótano de un anciano senil reacio a deshacerse de cualquier porquería que alguna vez significó algo en su vida. Como por obra de un conjuro enajenador, el Barón había perdido el interés por cuanto había logrado y peor aún, por todo aquello que le había quedado aún por alcanzar.
Sintió el peso de la edad sobre sus piernas y se apoyó cansado sobre un scionte. Aquel aparato de aspecto frágil no podía tocarse ni con un plumero por riesgo a alterar su gran precisión. Ahora le servía de poco más que de mesilla auxiliar.
El Barón Vor-Dread se habría reído de sí mismo ante este razonamiento, si en su espíritu quedara el más mínimo atisbo de otro sentimiento que no fuera de desolación.
Se sentó en un diván que había pertenecido al mismísimo Tenser, se arropó en sus lúgubres pensamientos y se quedó solo, en silencio, hasta que la vela se consumió.
Profunda mirada, porte erguido
Larga silueta y perfil distinguido
Cenizo de piel y lozano mentón
oscuro de alma y también corazón
Hombros anchos y grave voz
Acentúan ese talante feroz
Habita su mansión, que celoso protege
¡Quién sabe lo que dentro se teje!
¡Ay Barón, Barón!
Sin legado ni consuelo.
Con tu dicha por el suelo
Y solo en tu mansión.
Joyas, libros, armas, oro…
Pero sobre todo es la descendencia,
Un vástago de su procedencia
lo más valioso de su tesoro.
¿Qué heredará la criatura?
¿El oro, la fuerza, el agrio talante?
¿Tal vez su tono pedante?
¿Quizá su rostro de caricatura?
¿Qué tramaba el cenizo Barón
Que hasta el lucero del alba
Su fulgor eclipsaba
en la oscuridad de su mansión?
Si las habladurías son ciertas
Había tormento en sus calabozos,
A los prisioneros les sacaba los ojos,
Y sal vertía en las cuencas abiertas.
Con la magia practicaba
Algunas artes prohibidas
De conocimiento presumía
Y su curiosidad saciaba.
Tal vez un dios pagano
O quizá un demonio ofendido
Arrebató al Barón engreído
Aquel, su tesoro más preciado.
¡Ay Barón, Barón!
Sin legado ni consuelo.
Con tu dicha por el suelo
Y solo en tu mansión.
Larga silueta y perfil distinguido
Cenizo de piel y lozano mentón
oscuro de alma y también corazón
Hombros anchos y grave voz
Acentúan ese talante feroz
Habita su mansión, que celoso protege
¡Quién sabe lo que dentro se teje!
¡Ay Barón, Barón!
Sin legado ni consuelo.
Con tu dicha por el suelo
Y solo en tu mansión.
Joyas, libros, armas, oro…
Pero sobre todo es la descendencia,
Un vástago de su procedencia
lo más valioso de su tesoro.
¿Qué heredará la criatura?
¿El oro, la fuerza, el agrio talante?
¿Tal vez su tono pedante?
¿Quizá su rostro de caricatura?
¿Qué tramaba el cenizo Barón
Que hasta el lucero del alba
Su fulgor eclipsaba
en la oscuridad de su mansión?
Si las habladurías son ciertas
Había tormento en sus calabozos,
A los prisioneros les sacaba los ojos,
Y sal vertía en las cuencas abiertas.
Con la magia practicaba
Algunas artes prohibidas
De conocimiento presumía
Y su curiosidad saciaba.
Tal vez un dios pagano
O quizá un demonio ofendido
Arrebató al Barón engreído
Aquel, su tesoro más preciado.
¡Ay Barón, Barón!
Sin legado ni consuelo.
Con tu dicha por el suelo
Y solo en tu mansión.
Heims Vor-Dread arrugó el pergamino que acababa de leer. No esperaba cumplidos por parte de juglares y trobadores, pero al menos confiaba en que las sátiras hacia su persona se hicieran con un mínimo de talento. ¡Llamaban versos a cualquier basura escrita en rima!
Arrojó el papel arrugado a la chimenea y pronto se convirtió en cenizas.
En aquellos tiempos lamentables que corrían, incluso el arte parecía estar degradándose hasta el punto de perder el buen gusto y la decencia.
La literatura había empezado a volverse cada vez más simplona con el fin de atraer la atención de la estúpida plebe, degenerando en chapuzas como aquel ridículo cantar que acababa de arrojar al fuego, pero que en las calles había empezado a gozar de gran popularidad.
Otrora, Heims Vor-Dread, Ilustre Paladín Inquisidor, se habría levantado del sillón y recorrido con zancadas largas y enérgicas los pasillos de su mansión ingeniando decretos y normas con el fin de revertir la imparable decadencia de la sociedad. Docenas de criados se habrían apartado a su paso mientras un secretario intentaría seguirle el ritmo anotando todo cuanto era dictado por el Barón.
Pero ahora estaba viejo y cansado. Había sido expulsado de la orden y perdido todos los favores divinos y terrenales. Las amplias estancias de la mansión Vor-Dread yacían oscuras y silenciosas como un cementerio. Sólo había luz en torno al hogar del gran salón.
Pero aquel lamentable cantar que había arrojado al fuego, había avivado algo más que las llamas de la lumbre y un recuerdo adormilado empezó a desperezarse en su cabeza.
Pensamientos tan sólidos y contundentes como un ariete asaltaron la maltrecha fortaleza de su mente para atormentarle como otras tantas veces.
Se levantó del sillón y caminó por los lúgubres pasillos con paso lento y vacilante. Bajó por una estrecha escalera de caracol hasta las mazmorras. Antaño aquel lugar siempre estaba animado por braseros encendidos y los gritos de todos aquellos sospechosos que eran reacios a confesar por las buenas. Cruzó la polvorienta y apagada estancia valiéndose únicamente de una vela. Le sobraba luz., pues conocía de sobra el camino. Bajó por un corredor de piedra tan agreste y desgastado que costaba distinguir si había sido construido con piedra u horadado en la roca viva.
Finalmente llegó a las catacumbas. Cruzó un largo y polvoriento pasillo flanqueado por los nichos en los que descansaban muchos de sus antepasados, hasta pararse delante de un elaborado umbral fabricado en plomo, cristal y adamantita. La magnífica puerta se abrió automáticamente a su llegada dejando paso al laboratorio.
En épocas mejores, le bastaba con observar aquella estancia para sentirse henchido de orgullo. Repasar con la mirada todas las probetas, papiros, grabados, ingredientes, artilugios y cuerpos desmembrados, le hacía consciente de todos los logros que había obtenido.
Él era un genio. Un visionario.
No necesitaba el reconocimiento de nadie más que de él mismo para saberse un científico y un conjurador de élite, pues le bastaba con contrastar los resultados de su propia cosecha con otros obtenidos por grandes mentes como Otiluke o Bigbi.
Sin embargo... de todos los cálculos, de todas las recetas, de todos los datos apuntados y contrastados, de todas las conjuraciones practicadas, de todas las plegarias elevadas y en definitiva, de cuantas diligencias llevó a cabo en todos sus ambiciosos proyectos, sólo se había equivocado en una cosa: El precio a pagar.
Ahora ya nada de aquello importaba. Todo estaba inerte y cubierto de polvo. Parecía el sótano de un anciano senil reacio a deshacerse de cualquier porquería que alguna vez significó algo en su vida. Como por obra de un conjuro enajenador, el Barón había perdido el interés por cuanto había logrado y peor aún, por todo aquello que le había quedado aún por alcanzar.
Sintió el peso de la edad sobre sus piernas y se apoyó cansado sobre un scionte. Aquel aparato de aspecto frágil no podía tocarse ni con un plumero por riesgo a alterar su gran precisión. Ahora le servía de poco más que de mesilla auxiliar.
(¡Ay Barón, Barón!
Sin legado ni consuelo
Con tu dicha por el suelo
Y solo en tu mansión.)
Le vinieron a la cabeza las últimas rimas que había leído apenas unos minutos antes. Al parecer no se habían movido de su mente desde entonces. Al fin y al cabo la rima sencilla y vulgar era retenida fácilmente por los imbéciles. Sin legado ni consuelo
Con tu dicha por el suelo
Y solo en tu mansión.)
El Barón Vor-Dread se habría reído de sí mismo ante este razonamiento, si en su espíritu quedara el más mínimo atisbo de otro sentimiento que no fuera de desolación.
Se sentó en un diván que había pertenecido al mismísimo Tenser, se arropó en sus lúgubres pensamientos y se quedó solo, en silencio, hasta que la vela se consumió.