Nin Dingir, monje del Alma Solar
Era una noche de luna llena plagada de nubes que velaban intermitentemente el brillo del cielo nocturno. En un pueblo muy cercano a Aguas Profundas, sin embargo, las luces de la ciudad poco dejaban ver el firmamento. No tardó en comenzar a llover, despacio, hasta que se desató una tormenta sobre la villa. Sin embargo, no fueron los truenos sino un llanto lo que alertó a las novicias del templo de Selûne.
La Alta Sacerdotisa pronto acudió al portal con una linterna en la mano, tras haber interrumpido los rezos de la noche. En una cesta, como en tantas otras ocasiones, aguardaba un bebé envuelto en vendas, de ojos muy claros y pelusa blanca en la cabeza.
La recién nacida fue acogida en el templo con una sonrisa. Seguro que se trataba de una señal de la diosa.
–¡Por el amor de Nuestra Señora de Plata! ¡Te la tienes que llevar, Irda! ¡Desde que ha echado a andar es imposible hacer nada a derechas en este templo! ¡Es un castigo de Selûne por alguna falta, seguro!
La Alta Sacerdotisa discutía en el claustro con una mujer vestida con las ropas de la Orden del Alma Solar. La monje permanecía completamente impasible con los brazos cruzados. En la zona ajardinada, una niña de escasa estatura corría detrás de los perros del templo tirándoles de la cola y riendo estruendosamente, mientras una novicia desquiciada intentaba controlar a la pequeña.
–Sabes que no estoy obligada a nada, Meruna. Y no te pongas dramática, es sólo una niña.
–¡Es un terremoto! No hay nadie en la villa que pueda ocuparse de ella y nosotras somos una pequeña congregación. Además, me debes un favor. No quería recurrir a esto, pero te recuerdo que te defendí frente a las que te acusaban de la herejía tripartita en Aguas Profundas.
–Lo sé. Te debo un favor. Aunque la verdad siempre hubiera salido a la luz –suspiró la otra.
La monje contempló a la pequeña unos instantes. Tenía energía, mucha, y quizás era una buena edad para comenzar el entrenamiento en la senda del ki. Y aunque la vida de los caminos no era para niñas tan pequeñas… parecía que la pobre criatura no tenía a nadie más.
La monje volvió a suspirar.
–La llevaré conmigo, de acuerdo. No tendréis que preocuparos de ella más.
–Selûne te guarde, amiga mía –respiró aliviada la otra–. Tendréis ambas todas las bendiciones de la Diosa que yo os pueda otorgar. Pero tú consígueme silencio para orar…
La muchacha de cabeza rapada saltó apoyándose en una piedra, tomó impulso en el tronco de un árbol y golpeó con el canto de la mano una gruesa rama con un pañuelo atado. El grito del golpe y el crack de la madera al romperse espantó a una bandada de pájaros en el bosque, pero no llegó a escucharse el golpe de la rama contra el suelo. La joven la había cogido al vuelo, desatando el pañuelo y girándose hacia la espesura donde una mujer la contemplaba con los brazos cruzados.
–¡Cien ramas! ¡Lo he conseguido! ¡Lo he conseguido! –exclamó triunfal.
La mujer se acercó a la joven y le puso la mano en el hombro.
–Cien en el tiempo acordado. Lo has conseguido, Nin.
Nin se sonrojó, conteniendo a duras penas la energía de la victoria. Había superado por fin aquella prueba, se había ganado el respeto de su maestra, había consegu…
Un pescozón en la calva bajó a la chica de las nubes.
–¡Pero no te emociones! ¡Te queda mucho por aprender, pequeña correbosques! ¡Debes controlar ese entusiasmo! ¡Y no te enorgullezcas tanto!
La joven Nin se sonrojó y bajó la cabeza. Irda suspiró.
–Disciplina, Nin. Disciplina. La disciplina hará que tu mente y tu cuerpo sean uno, con la dureza y el brillo de un diamante bajo la mirada de Selûne. Entonces ningún logro será ni importante ni será vacuo, y comprenderás en lo más profundo cuál es tu camino y tu deber.
–No lo entiendo, maestra…
–No, pero lo entenderás.
Nin e Irda recorrían los territorios del norte en un entrenamiento sin fin. Nin era feliz con esa vida de aprendizaje sencilla. Su maestra era paciente, rigurosa y exigente pero no cruel. Visitaban los templos de La Señora de Plata allí donde los encontraban, las pequeñas y recónditas congregaciones del Alma Solar donde compartían conocimientos, villas donde se requería la ayuda de aventureros para deshacerse de algún monstruo perverso y claros de bosque donde practicaban sus katas a la luz de la luna.
La joven tampoco tenía mucha idea de las rutas que decidía su maestra, o de las conversaciones que tenía a la luz de las velas con algunas personas cuando se suponía que ella estaba ya dormida. Irda llevaba algo consigo que debía proteger. O algún mensaje. O ambas cosas. Nin no lo sabía y trataba de controlar la curiosidad con la disciplina que Irda le enseñaba.
Notó cómo todos los músculos de su maestra se tensaban cuando encontraron a aquella pequeña comitiva en el bosque. Una mujer rubia enorme de aspecto bárbaro, un enano cargado de placas y malas pulgas, y un hombre tatuado que parecía contener a los otros dos y que claramente se movía como un maestro del ki.
–Symeon.
–Irda.
Nin se tensó como una cuerda de laúd porque podía advertir que el intercambio de nombres había sido el primer movimiento del combate.
El hombre comenzó a enrollar unas telas negras en sus manos tranquilamente mientras sostenía la mirada, con la tranquilidad de una mangosta observando a la cobra que quiere cazar.
–Sabes por qué he venido, ¿verdad?
–Y tú que no lo conseguirás, ¿me equivoco? –Irda trazó un leve arco con una pierna afianzando su posición defensiva.
–Imaginaba que terminaría así, sí –el otro cuadró una postura amenazadora que la muchacha no conocía.
Irda miró a Nin de reojo.
–Pequeña correbosques, vete. Nos veremos en nuestro destino.
Nin dio un respingo.
–Pero maestra…
–Obedece. Que no se te ocurra volver la vista atrás.
Symeon asintió serio, concediendo. La mujer del norte y el enano bajaron las armas en ese instante.
–Corre –ordenó la monje con un ladrido viendo su indecisión–. ¡YA!
Y Nin hizo lo que se le había ordenado. Correr.
Llegó a Nevesmortas, el siguiente punto de su viaje. Sólo sabía que debía esperar. Entrenar y esperar. Katas por la mañana, meditación en los claros nocturnos, combate en los caminos y cuevas donde podía perfeccionarse, conversaciones con la gente que le enseñaban cosas del mundo. Preguntar a los viajeros si tenían noticias de su maestra.
Nin esperaría en la región a que Irda volviera. No dudaba en ningún momento que la vieja maestra del Alma Solar habría salido vencedora de cualquier combate.
Pero se retrasaba mucho…
Era una noche de luna llena plagada de nubes que velaban intermitentemente el brillo del cielo nocturno. En un pueblo muy cercano a Aguas Profundas, sin embargo, las luces de la ciudad poco dejaban ver el firmamento. No tardó en comenzar a llover, despacio, hasta que se desató una tormenta sobre la villa. Sin embargo, no fueron los truenos sino un llanto lo que alertó a las novicias del templo de Selûne.
La Alta Sacerdotisa pronto acudió al portal con una linterna en la mano, tras haber interrumpido los rezos de la noche. En una cesta, como en tantas otras ocasiones, aguardaba un bebé envuelto en vendas, de ojos muy claros y pelusa blanca en la cabeza.
La recién nacida fue acogida en el templo con una sonrisa. Seguro que se trataba de una señal de la diosa.
–¡Por el amor de Nuestra Señora de Plata! ¡Te la tienes que llevar, Irda! ¡Desde que ha echado a andar es imposible hacer nada a derechas en este templo! ¡Es un castigo de Selûne por alguna falta, seguro!
La Alta Sacerdotisa discutía en el claustro con una mujer vestida con las ropas de la Orden del Alma Solar. La monje permanecía completamente impasible con los brazos cruzados. En la zona ajardinada, una niña de escasa estatura corría detrás de los perros del templo tirándoles de la cola y riendo estruendosamente, mientras una novicia desquiciada intentaba controlar a la pequeña.
–Sabes que no estoy obligada a nada, Meruna. Y no te pongas dramática, es sólo una niña.
–¡Es un terremoto! No hay nadie en la villa que pueda ocuparse de ella y nosotras somos una pequeña congregación. Además, me debes un favor. No quería recurrir a esto, pero te recuerdo que te defendí frente a las que te acusaban de la herejía tripartita en Aguas Profundas.
–Lo sé. Te debo un favor. Aunque la verdad siempre hubiera salido a la luz –suspiró la otra.
La monje contempló a la pequeña unos instantes. Tenía energía, mucha, y quizás era una buena edad para comenzar el entrenamiento en la senda del ki. Y aunque la vida de los caminos no era para niñas tan pequeñas… parecía que la pobre criatura no tenía a nadie más.
La monje volvió a suspirar.
–La llevaré conmigo, de acuerdo. No tendréis que preocuparos de ella más.
–Selûne te guarde, amiga mía –respiró aliviada la otra–. Tendréis ambas todas las bendiciones de la Diosa que yo os pueda otorgar. Pero tú consígueme silencio para orar…
La muchacha de cabeza rapada saltó apoyándose en una piedra, tomó impulso en el tronco de un árbol y golpeó con el canto de la mano una gruesa rama con un pañuelo atado. El grito del golpe y el crack de la madera al romperse espantó a una bandada de pájaros en el bosque, pero no llegó a escucharse el golpe de la rama contra el suelo. La joven la había cogido al vuelo, desatando el pañuelo y girándose hacia la espesura donde una mujer la contemplaba con los brazos cruzados.
–¡Cien ramas! ¡Lo he conseguido! ¡Lo he conseguido! –exclamó triunfal.
La mujer se acercó a la joven y le puso la mano en el hombro.
–Cien en el tiempo acordado. Lo has conseguido, Nin.
Nin se sonrojó, conteniendo a duras penas la energía de la victoria. Había superado por fin aquella prueba, se había ganado el respeto de su maestra, había consegu…
Un pescozón en la calva bajó a la chica de las nubes.
–¡Pero no te emociones! ¡Te queda mucho por aprender, pequeña correbosques! ¡Debes controlar ese entusiasmo! ¡Y no te enorgullezcas tanto!
La joven Nin se sonrojó y bajó la cabeza. Irda suspiró.
–Disciplina, Nin. Disciplina. La disciplina hará que tu mente y tu cuerpo sean uno, con la dureza y el brillo de un diamante bajo la mirada de Selûne. Entonces ningún logro será ni importante ni será vacuo, y comprenderás en lo más profundo cuál es tu camino y tu deber.
–No lo entiendo, maestra…
–No, pero lo entenderás.
Nin e Irda recorrían los territorios del norte en un entrenamiento sin fin. Nin era feliz con esa vida de aprendizaje sencilla. Su maestra era paciente, rigurosa y exigente pero no cruel. Visitaban los templos de La Señora de Plata allí donde los encontraban, las pequeñas y recónditas congregaciones del Alma Solar donde compartían conocimientos, villas donde se requería la ayuda de aventureros para deshacerse de algún monstruo perverso y claros de bosque donde practicaban sus katas a la luz de la luna.
La joven tampoco tenía mucha idea de las rutas que decidía su maestra, o de las conversaciones que tenía a la luz de las velas con algunas personas cuando se suponía que ella estaba ya dormida. Irda llevaba algo consigo que debía proteger. O algún mensaje. O ambas cosas. Nin no lo sabía y trataba de controlar la curiosidad con la disciplina que Irda le enseñaba.
Notó cómo todos los músculos de su maestra se tensaban cuando encontraron a aquella pequeña comitiva en el bosque. Una mujer rubia enorme de aspecto bárbaro, un enano cargado de placas y malas pulgas, y un hombre tatuado que parecía contener a los otros dos y que claramente se movía como un maestro del ki.
–Symeon.
–Irda.
Nin se tensó como una cuerda de laúd porque podía advertir que el intercambio de nombres había sido el primer movimiento del combate.
El hombre comenzó a enrollar unas telas negras en sus manos tranquilamente mientras sostenía la mirada, con la tranquilidad de una mangosta observando a la cobra que quiere cazar.
–Sabes por qué he venido, ¿verdad?
–Y tú que no lo conseguirás, ¿me equivoco? –Irda trazó un leve arco con una pierna afianzando su posición defensiva.
–Imaginaba que terminaría así, sí –el otro cuadró una postura amenazadora que la muchacha no conocía.
Irda miró a Nin de reojo.
–Pequeña correbosques, vete. Nos veremos en nuestro destino.
Nin dio un respingo.
–Pero maestra…
–Obedece. Que no se te ocurra volver la vista atrás.
Symeon asintió serio, concediendo. La mujer del norte y el enano bajaron las armas en ese instante.
–Corre –ordenó la monje con un ladrido viendo su indecisión–. ¡YA!
Y Nin hizo lo que se le había ordenado. Correr.
Llegó a Nevesmortas, el siguiente punto de su viaje. Sólo sabía que debía esperar. Entrenar y esperar. Katas por la mañana, meditación en los claros nocturnos, combate en los caminos y cuevas donde podía perfeccionarse, conversaciones con la gente que le enseñaban cosas del mundo. Preguntar a los viajeros si tenían noticias de su maestra.
Nin esperaría en la región a que Irda volviera. No dudaba en ningún momento que la vieja maestra del Alma Solar habría salido vencedora de cualquier combate.
Pero se retrasaba mucho…